Todos los días son mañana. Los rituales.
TODOS LOS DÍAS SON MAÑANA.
LA RESISTENCIA DEL QUE SE PARA.
Cada mañana nos levantamos y, tras el manotazo al despertador, empezamos el desfile: los pies al suelo —¿con cuál te levantas tú? —, el baño, el espejo, el agua que cae. Todo sucede en una secuencia tan perfecta que podríamos hacerlo dormidos. De hecho, la mayoría lo hacemos así. Si cada día repites lo mismo, ¿eso es un ritual? No. Eso es rutina, y aunque la rutina se disfraza de rito, carece del elemento esencial: la conciencia.
El hábito repite para no pensar; el rito repite para recordar. Mircea Eliade, ese rumano que supo ver lo sagrado donde otros solo veían arqueología, lo explicó mejor que nadie: el rito no es una superstición, es una forma de romper el tiempo. Decía que cuando un gesto se hace con plena atención, el tiempo deja de correr en línea recta y se abre en círculo, como si regresáramos simbólicamente al instante en que todo comenzó. Un segundo de conciencia y lo cotidiano se ilumina: el café de la mañana deja de ser cafeína para convertirse en una declaración de presencia. Estás aquí, ahora, y por fin el mundo tiene textura.
Durante años, cuando mis hijos eran pequeños, les preparaba el almuerzo para el colegio. A veces, al envolverles un sándwich, les dibujaba algo en el papel de plata: un sol, una cara, un símbolo. No era al azar. Lo hacía para que, al abrirlo, tuvieran un momento de sorpresa, una sonrisa. No lo hacía todos los días, porque la magia no sobrevive a la repetición. Si lo repites sin alma, lo matas. Y ese es el riesgo del rito: cuando se convierte en hábito, muere. El rito se renueva, el hábito se desgasta.
Eliade no fue un romántico ni un cura disfrazado de antropólogo; fue un hombre que entendió que lo sagrado y lo profano no son categorías religiosas, sino estados de conciencia. Lo sagrado es el tiempo que se abre, el instante que tiene sentido. Lo profano es la sucesión mecánica de actos que nos pasa por encima sin tocarnos. El problema es que durante siglos dejamos que las religiones se apropiaran de esas palabras, las encerraran en templos y nos convencieran de que solo allí podía ocurrir lo sagrado. Pero lo sagrado no necesita permiso ni vestiduras; le basta con tu atención.
Cuando Eliade hablaba del rito como “reactualización del tiempo mítico”, no se refería a rezar mirando al cielo, sino a la posibilidad de reconectar con lo que da sentido a la vida. En cada cultura que estudió —de los chamanes siberianos a los agricultores africanos— vio la misma estructura: el rito como tecnología para no perderse. Los antiguos lo sabían; nosotros lo olvidamos. Ellos cruzaban cada etapa de la existencia con un gesto, una palabra, un fuego encendido. Nosotros cambiamos de casa, de pareja o de trabajo sin siquiera detenernos a mirar atrás. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un cierre de verdad, sin huir hacia el siguiente comienzo?
En el vacío que deja esa falta de umbrales, hemos puesto sustitutos. Velas, inciensos, cristales, cartas, piedras. No hay nada malo en ellos, salvo cuando se convierten en excusa. Un objeto puede ser un ancla, pero nunca el mar. Como dijo una persona muy sabia: “Si toda la parafernalia que colocas sobre la mesa te aleja del momento presente, mejor déjala en la caja”. El incienso no limpia el alma si tu respiración no lo acompaña; la vela no ilumina si no miras la llama. El objeto no es el rito: es apenas una invitación. Lo importante es aceptar la invitación.
Lo sagrado ocurre cuando tu cuerpo y tu atención coinciden en el mismo punto. En ese instante el café huele distinto, el silencio pesa de otro modo y una sonrisa puede ser plegaria. No hace falta templo; el cuerpo basta. Y, sin embargo, incluso dentro del camino espiritual hemos aprendido a fabricar autómatas: repitiendo mantras sin sentirlos, asistiendo a ceremonias sin entenderlas, coleccionando prácticas como quien colecciona llaveros. Eliade lo habría dicho sin titubeos: cuando el gesto se vacía de intención, el rito deja de ser puente y se convierte en rutina.
Por eso en ALMA NOVA insistimos en que cada ejercicio, cada meditación, cada reflexión semanal no es un trámite, sino un tránsito. Un pequeño rito de paso. No hay que celebrarlo con pompa, basta un minuto de silencio. Un momento para decirte: “he cambiado un poco”. Tal vez no lo notes, pero algo en ti se ha movido. Ese instante, tan sencillo y tan consciente, vale más que cualquier altar cubierto de piedras y humo.
El rito, en el fondo, es una pedagogía del alma. No enseña con teorías, sino con ritmo. Nos recuerda que el sentido no se busca en las alturas sino en los gestos, y que repetir con atención es el modo más humano de rezar. Cada vez que detienes el reloj interior y habitas un gesto, le devuelves al mundo su espesor. Quizás por eso Eliade veía en los ritos una forma de resistencia frente al vacío moderno: porque en una época donde todo se compra y se mide, la atención es el único acto que no se puede monetizar.
Lo sagrado no se fabrica, se revela. Lo profano no es lo sucio ni lo impuro, sino lo olvidado. Recuperar lo sagrado es recordar que hay momentos que importan, incluso si nadie los aplaude. Cuando envolvía los bocadillos de mis hijos, no creaba nada sobrenatural; solo señalaba algo que ya estaba allí: la ternura, la presencia, el vínculo. Y eso bastaba para que el tiempo se abriera.
El rito, entonces, no pertenece al pasado ni a los libros de antropología. Es una forma de darle cuerpo al ahora. No se trata de volver a los templos, sino de recuperar la forma interior del gesto. Cada vez que prestas atención a lo que haces, rompes la monotonía del tiempo lineal y entras en otro ritmo, más lento, más verdadero.
Quizás te parezca exagerado, pero intenta una cosa: la próxima vez que tomes tu café, no mires el móvil. Espera unos segundos, huele, bebe. Si puedes, agradece. Nadie te verá, pero el mundo lo notará. Ese instante, minúsculo y eterno, es el rito en su estado más puro.
Y ahí, sin incienso ni campanas, la vida vuelve a tener sentido. Porque el rito no se repite, se recuerda. No se hace. Se habita.
H